"Esta sencillez y este sosiego, lo he estado viviendo en el Alentejo desde que descubrí nuestra vecina región portuguesa, tan pegada a nosotros, tan accesible en sus planicies inmensas, en sus pueblos extremadamente acogedores, tan poco conocida todavía. La relación de Extremadura con los vecinos del oeste, nunca ha sido suficientemente estrecha, sino más bien ocasional y llena de prejuicios. Apenas se iba más allá de comprar toallas y café en la ciudad fronteriza de Elvas y cada tres o cuatro años -en su celebración irregular- visitar Campo Maior, durante sus "Festas do Povo", la fiesta de las flores de papel con que engalanan los vecinos gran número de calles, en un derroche de paciencia, colaboración, belleza y explosión de colores y de formas.
Para mí, en aquellos años absurdos en que pasar por la frontera fue toda una aventura de trámites, registros y horarios restringidos, Elvas era sus varias calles comerciales y los cafés con dulces muy azucarados, además de un restaurante -"El Cristo"- donde hacíamos largas colas para comer mariscos. Fue una sorpresa inmensa comprobar, ya en los años ochenta, que estábamos ante uno de los mayores tesoros urbanísticos, monumentales y arqueológicos de la península. En realidad, a nadie de este lado de la raya se le ocurría mirar otra cosa de nuestros vecinos que sus tiendas de objetos de regalos, sus múltiples comercios de tela y ese restaurante mítico en el que comer lo más alejado de las cocinas alentejana y extremeña: bueyes de mar, langostas, centollos, almejas, gambas, langostinos....regados con los vinos rosados del norte del país. Por supuesto, ni se nos ocurría aprender una sola palabra en portugúes. Íbamos por las calles, lanzando risotadas, como los ricos nuevos y groseros a los que los demás están obligados a servir, que para eso les dejamos nuestros buenos dineros.
Cuánta razón tenía Miguel de Unamuno al escribir en 1907: "¿A qué se debe este alejamiento espiritual y esta tan escasa comunicación de cultura?. Creo que puede responderse: a la petulante soberbia española, de una parte, y a la quisquillosa suspicacia portuguesa de la otra parte. El español, el castellano, sobre todo, es desdeñoso y arrogante, y el portugués, lo mismo que el gallego, es receloso y susceptible. Aquí se da en desdeñar a Portugal, y en tomarlo como blanco de chacotas y burlas, sin conocerlo, y en Portugal hasta hay quienes se imaginan con que aquí se sueña en conquistarlo".
No hay más que ver, aún a la mayoría de nuestroso paisanos caminando por las calles de una población portuguesa. ¡Cuánta autosuficiencia! ¡Cuánto aire de superioridad! ¡Qué contentos de haberse conocido! Por su parte, el portugués sigue mirándonos con una vieja desconfianza difícil de romper. En guardia si se muestra uno muy cercano; corroborando sus prejuicios si nos ven distantes: ¡qué pretenciosos son los españoles! Cualquier observación crítica pueden tomarla a mal: ¡Ah!, espanhois...oigo muchas veces ante cualquier gesto, comentario, reconvención, incluso expresado con los modales más corteses.
Sin duda, mucho se ha avanzado para lograr el buen entendimiento, pero el distanciamiento de siglos, las múltiples pendencias en las que nos hemos envuelto a lo largo de la historia, no pueden permitir que de un día para otro se acaban los prejuicios, la desconfianza, el resquemor.
Yo conseguí traspasar esta frontera gracias a Rosa María. Ella se puso a estudiar portugués en la Escuela Oficial de Idiomas de Badajoz, nada más implantarse la especialidad a finales de los años ochenta, y fue adentrándose en esta bella, poética, recurrente lengua, en la historia lusitana, su arte, sus costumbres. Y asistí al principio a su entusiasmo desde mi indiferencia, mi gusto por los mariscos y la curiosidad por las flores de papel de Campo Maior.
Siendo nuestros hijos aún muy pequeños, de seis u ocho años, comenzamos a frecuentar en verano las playas del sur de Lisboa: Caparica, Praia do Rei, do Meco, Bicas, Foz....Un trenecito casi de juguete nos llevaba de una a otra, abriéndose camino entre la arena, casi al borde del golpeteo de las olas de la marea alta. Eran inmensas lenguas de arena fina, de color canela, donde Moisés y Javier no se cansaban de levantar castillos, buscar conchas, caracoles, ayudar por las tardes a los pescadores que recogían las redes cargadas de algas y de peces. ¡Qué paciencia la de estos pescadores con nuestra intromisión, con nuestra engorrosa y entorpecedora ayuda, ante la que no ví nunca ni un mal gesto, sino siempre una sonrisa y la entrega entusiasmada de estrellas de mar a los pequeños!.
Unos años después, aún en la década de los ochenta, descubrimos algo más al sur, doblando el enorme acantilado calcáreo de Cabo Espiches, la playa y el pueblo de Sesimbra. A los pies del Parque Natural de la Sierra de Arrábida, resguardado por grandes paredones plegados en la Era Terciaria y abierto en arco al mar, con una enorme playa, partida al medio por un fuerte abaluartado del siglo XVII.
Sesimbra era aún un pueblo pequeño de pescadores de mariscos y sardinas, de cazón, rape y jureles ("carapaus": siempre me acuerdo más de su nombre en portugués), con calles en cuestas, por donde subían los marineros a la anochecida el cubo de peces, los anzuelos, las redes. Por la mañana, copaban la bahía con sus barcazas. Y la tarde se llenaba de esfuerzos, descargando las cajas de pescado en el puerto, los que salían con barcos al mar abierto, y arrastrando las redes kilométricas los que faenaron por los alrededores. Era un trasiego permanente, que sólo se remansaba cuando había que reparar los aparejos, remendar las mallas, anudar cordeles, recolocar anzuelos, pintar las tablas de las barcas, embrear....., llenándose las callejuelas de alambres, maderas, hilos laberínticos.
Olía siempre a pescado puesto sobre las brasas, a sardinas asadas, a calamares a la plancha. También a deliciosas sopas: "açordas" de pescadores, a base de pan artesanal, cazón, almejas y una combinación de hierbas aromáticas que perfumaba todos los alrededores de los pequeños y abundantes restaurantes, de las casas particulares, pues todos tenían su pequeña parrilla en la puerta, en donde preparaban la comida. Era todo una fiesta de pescados "grilhados" sobre el carbón, de humo que levantaba el apetito a cualquier hora, de luz aprisionada en las fachadas blancas, reflejada en la pantalla azul del mar.
Con los años, Sesimbre fue perdiendo un poco de su encanto. Desaparecían poco a poco sus casitas bajas y allí se levantaban enormes edificios: colmenas de apartamentos, algunos en forma de cajas de cerillas gigantescas. Se derribaron muchas de sus tasquitas para construir restaurantes de colores chillones donde servían hamburguesas, perritos calientes, coca-colas. Cambiaron las redes muchos pescadores por la bandeja, el gorro, el uniforme de multinacionales de la comida rápida o el bar de importación. Se abarrotaron las calles, las placitas, de coches, motos grandes. Queda, eso sí, mucho de su atractivo en las puestas de sol, en su arroz de marisco, en la curva tranquila de la playa, en el castillo árabe sobre los paredones de caliza. En las mujeres de negro que siguen llevando la silla de anea a la orilla del mar, y atienden aunque parezcan distraídas en su labor de punto y sus zurcidos, las correrías de los nietos huyendo de las olas.
La zona era ideal para pequeñas excursiones. El mismo Cabo Espiches se prestaba a grandes correrías, para buscar huellas petrificadas de dinosaurios, fósiles de ammonites. Los desniveles verticales de más de 100 metros, con el mar golpeando y rompiendo en gigantescas oleadas de espuma blanca, dejaban ver la costa alta, recortada del cabo, con pequeñas playitas allá abajo, donde los pocos que accedían parecían muñecos diminutos. Siempre sopla un viento fuerte, que a la caída de la tarde se hace helado y se cuela como un fantasma por las estancias deshabitadas del Santuario de Nostra Senhora do Cabo, a cuyo resguardo algunos lugareños venden fósiles, bebidas, bocadillos y dulces al goteo de turistas que buscan controladas aventuras.
Rosa María siempre se empeñaba en caminar por la larga "Pista de dinossaúros" que conducía desde la explanada superior a la pequeña cala "Praia dos lagosteiros". Con el calor de la mañana, yo creía ver ya a los grandes monstruos devorándome, y mis hijos perseguían lagartijas, saltamontes, cualquier cosa, por las veredas de aquel desolado secarral, que me hacía sudar por dos motivos: el sofoco del sol y el continuo peligro en que veía a los dos niños, brincando como cabras. Al regresar a Sesimbra, apenas 12 kilómetros más allá, sentía el paraíso en el verdor de sus pinos, en el agua siempre fresca de la playa, en los helados deliciosos de sus dulcerías, en el anuncio de sus restaurantes, olorosos de peces y mariscos puestos en la parrilla, con un hambre ya de mil demonios después de aquella excursión a los abismos y al pasado de millones de años.
Pero las excursiones impagables eran hacia el norte: la magnífica Lisboa y aquel mundo increíble de belleza monumental y paisajística que formaban Estoril, Cascais, Sintra, el rosario de playas de toda esta zona, su selvática sierra -hoy ya Patrimonio de la Humanidad-; un poco más al norte, Mafra, y bajando -en este círculo de 50 kilómetros de diámetro-, Queluz.
A mis hijos les gustaba mucho el "Palácio da Pena", de Sintra, mezcla de manuelino, neogótico y rasgos orientalizantes, encaramado en una de las cumbres de la sierra. Pero les gustaba por fuera. La visita del interior, lenta, siempre encajonada entre turistas de todos los países, pasando de una a otra de sus muchas decenas de habitaciones se les hacía insufrible. Les ha ocurrido -a mí también un poco- en todos los palacios gigantescos a los que el entusiasmo artístico de Rosa María nos ha llevado.
Pero aquí, colmó un día la paciencia de Javier, muy pequeñito, mas con un genio que se llevaba todo por delante. Moisés se burlaba de su impaciencia -no siendo menor la suya, pero así la espantaba-, por lo que el chico, al salir de la hora larga de visita, echó a correr por una de las veredas del montículo que no había quién lo siguiera. El apuro que pasamos fue de vértigo. Los caminillos que bajaban del Palacio eran muchos y se cruzaban entre sí. ¿Cómo buscarlo? Fue un tiempo interminable de llamadas a gritos, de correrías al azar, de subir y bajar por los caminos, hasta que lo encontramos, tan asustado como lo estábamos nosotros.
Con los años, fuimos ampliando el radio de nuestras excursiones y diversificando los lugares. Admirándonos de la belleza del país vecino. Sorprendiéndonos con el encanto austero de Tras-Os-Montes, sus pueblos de pizarra, sus valles de riachuelos y praderas rabiosamente verdes. La maravilla de Porto y sus alrededores: ese granítico paleozoico y monumental norte de Portugal, de espectaculares miradores marítimos y tierra adentro plagado de castillos medievales. El soberbio Parque Natural da Serra da Estrela, en el centro del país, con sus pueblitos de pastores detenidos en el tiempo, tanto en sus construcciones como en sus costumbres o su gastronomía serrana donde la oveja y el cabrito marcan la pauta: variadísimos quesos, ensopados de borrego, cabrito asado, pierna de carnero, lomo embuchado, carne con judías....todo en fuego de leña, cazuelas de hierro, recipientes de barro....Al oeste del Parque, hacia la costa: ese tesoro que va desde Aveiro hasta Coimbra (pasando por la Serra -con su palacio- de Buçaco), para bajar a lo más depurado de la belleza monumental en Leiria, Batalha, Nazaré, Alcobaça, Óbidos: allí, el gótico se hace una fiesta de encajes de granito, una lluvia de arbotantes y pináculos estilizados, un arcoiris no de colores sino de matices en los arcos ojivales. Nada iguala en monumentalidad, en orfebrería de canteros, al monasterio de Batalha. Pero, ¿y la belleza de cuento de hadas de ese pueblecito de pescadores: Nazaré? ¿Y el señoría de Alcobaça? ¿Y las termas inigualables de Caldas da Reinha?.
Pocos países, en un espacio como el de Portugal, de menos de 100.000 kilómetros cuadrados, guardan tanta riqueza natural, tantos contrastes de costa acantilada y llana, rectilínea y sinuosa....; tan variado interior: docenas de zonas protegidas, parques naturales de montaña, de ríos, de estuarios.....; pueblos y ciudades en picachos, en planicies, acompañando -alargados- a ríos, riachuelos, pantanos, estuarios, playas, acantilados.....Y pocos también con tanta riqueza construida a lo largo de la historia: cada civilización les ha dejado lo mejor de sus creaciones civiles, militares, religiosas; el remanso de los ríos peninsulares en este curso bajo ha permitido asentarse a toda clase de culturas paleolíticas, neolíticas, de todo tipo de pueblos prerromanos; la riqueza del subsuelo mineral atrajo a los conquistadores, y así los romanos han ido dejando murallas, monumentos, obras públicas, por todo el país; la ocupación árabe y después la larga reconquista obligó en la Edad Media a amurallar, levantar castillos, sobreponer mezquitas, iglesias, santuarios; las pendencias y ocupaciones de Castilla, las luchas por su independencia en el siglo XVII, llevaron a las magníficas fortificaciones abaluartadas, sobre todo en la costa y en la raya; las nuevas guerras de los siglos XVIII (de Sucesión en España) y XIX (de independencia, contra Napoleón) hicieron necesario el reforzamiento y perfeccionamiento de las anteriores; la sensibilidad patrimonial presente -a pesar de las terribles dictaduras- en el siglo XX obró el milagro de preservar casi todo el legado de los siglos, aunque adulteró con sentido imperial alguna parte del mismo.
Así, en esta vista de pájaro que nos dejó a la altura del río Tajo, hemos de hacer una referencia a la zona del este: la Beira Baixa, dominada por esa hermosa ciudad de Castelo Branco, cuyo Jardín del Palacio del Episcopado es una delicia vegetal, monumental y escultórica. A propósito de las esculturas, recuerdo que en la primera visita que hicimos Rosa María y yo, nos hizo gracia el tratamiento representativo de su saga de reyes: todos apuestos, intimidadores en su grandeza, de gran porte....menos tres de ellos, de mucho menor tamaño y majestad: Felipe I, Felipe II y Felipe III....los tres reyes españoles bajo cuyo dominio estuvo Portugal (en España eran: Felipe II, III y IV), y que allá, despectivamente, llaman "los felipes". Es una ingenua espina que tienen clavada y, casi siempre que pueden, se la sacan.
Alrededor de Castelo Branco hay una serie de aldeas increíbles por la belleza de sus construcciones y del entorno: Castelo Novo, Alpedrinha, Proença-a-Velha, Monsanto e Idanha-a-Velha, son pueblecitos deliciosos, encaramados a macizos rocosos, haciendo incluso pared con ellos, calles con ellos, y desde donde se contemplan paisajes infinitos, puestas de sol y amaneceres increíbles. Van a juego, en su buen gusto y conservación de tradiciones, con los vecinos de la alta Extremadura: todo un lujo de excursiones transfronterizas para el amante de lo auténtico, de lo que no ha sido travestido para agradar a un turismo de consumo.
Más abajo, ocupando casi un tercio del país, está el Alentejo. Mucho bueno habremos visto en el resto del país, pero esta región, fronteriza con la baja Extremadura y buena parte de Huelva, encierra las más puras riquezas naturales y el patrimonio mejor preservado de todo Portugal. Con ella, en los diez años que estuve de concejal e incluso después, ahora, he mantenido, mantengo, los contactos más estrechos y frecuentes. Primero, por el empeño de Rosa María, luego -pero siempre contando con lo anterior- al ser nombrado concejal-delegado de relaciones con Portugal del Ayuntamiento de Badajoz; después, al crear y dirigir las publicaciones transfronterizas "O Pelourinho", que patrocina la Diputación Provincial de Badajoz, y al final por todo eso, por los amigos que hice y el cariño que a cuanto se refiere a Portugal -y en especial al Alentejo- he ido cogiendo.
La franja sur, el Algarve, tiene el atractivo de sus playas, magníficas, y también un gran legado monumental, así como una indudable belleza paisajística en las montañas del borde nororiental y en los cabos suroccidentales de San Vicente y Sagres; pero la avalancha turística mantenida desde los años setenta ha ido provocando una agresión especulativa, constructiva, que ha dañado considerablemente la pequeña región. Como contrapartida, al menos de momento, ha elevado el nivel de vida de sus habitantes, los más castigados por la emigración laboral de los años cincuenta y sesenta, que estuvo a punto de despoblarla por completo".
Extraído de "Cincuenta años no es nada", Autobiografía de Moisés Cayetano Rosado. Badajoz 2002.
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